jueves, 22 de octubre de 2009

UN DIA EN MI VIDA

Regresaba luego de concluidas las clases de todo el día, en aquel colegio en La Molina, cansado y abatido por el trajín y el corre corre de las combis, las escaleras en los puentes, la espera en los paraderos, las discusiones con los conductores, pero bueno animado por la labor realizada durante el día, comprobaba una vez más que estaba en lo mío y que no me equivoqué cuando por esos vericuetos por donde nos lleva la vida, deje mis estudios de psicología en San Marcos y me dediqué a la pedagogía por azar del destino, terminando mis estudios en La Cantuta.
Finalmente tomo el bus de regreso a casa en el puente Santa Anita, y reconozco que la fuerza ya no es la misma que antes al subir en él, lo hacia en un dos por tres (ahora la multiplicación es mayor), un pasajero presuroso me da el asiento preferencial, y el bus arranca antes de terminar de sentarme y caigo en el asiento cual costal de papas en La Parada.
Medianamente cómodo en el asiento, miro a través de la ventana y veo correr pasar calles, avenidas y veo pasar mi vida, esta pasa como en diapositivas por mi mente y se detiene en cada imagen, escudriñando, analizando, reviviendo y resintiendo viejas y guardadas emociones que, entonces, afloran haciéndose vívidas y me dejan un sabor a nostalgia en el corazón y me doy cuenta que ocupan un espacio inmenso en mi alma. Sumido en mis pensamientos me sorprende el cobrador reclamándome sencillo para el pasaje, con un gesto de mi mano le pido tranquilidad, y me pregunta hasta donde voy, ¡A Villa! le digo, ya con cierta incomodidad por sus “maneras”, pero igualmente lo ignoro para continuar con mis pensamientos suspendidos por su impertinencia hasta el momento en que bajo en el paradero de siempre, ya en mi barrio.
La voz de mi pequeño hijo Joaquín rompe mis pensamientos en el momento que llego a casa y este me abre la puerta recibiéndome con un enorme abrazo y un delicioso beso que deposita en mi sudada mejilla. Lo abrazo y lo beso también y siento que al hacerlo me acaricio a mi mismo en él.
Y recuerdo cuando era niño y mi padre me cargaba y me besaba y yo jugaba y retozaba entonces sobre su amplio pecho, tirados en la cama, simulando mil y un peleas las cuales por supuesto siempre ganaba yo (por la benevolencia de mi “viejo”) y a mi madre cuando me preparaba esos deliciosos platillos que a mi tanto me encantan.
Joaquín me muestra sus dibujos y primeras letras hechas en la escuela, y las imágenes de mi vieja escuela en el campo se vuelcan en mi memoria, el rostro adusto de la directora, una alemana con una firme convicción que me mira fijamente a los ojos, con esa intensidad y profundidad que le caracterizaban, me sermonea y me anima a seguir, a no desmayar, a levantarme luego de caer y quiero volver a la escuela, quiero ser niño otra vez y una impertinente lágrima escapa de mis ojos, quiero volver a experimentar mi primer soporte ortopédico, mis primeros bastones, aquellos que me permitieron correr y saltar como nunca antes lo había hecho a mis apenas seis añitos,
He de reconocer que la discapacidad resultó siendo una “bendición” para mi vida, todo un estilo, la oportunidad constante de ver el mundo desde la otra orilla. No sé como habrá sido para los demás pero para mi no representó, ni representa dificultad alguna, salvo la de depender de un soporte ortopédico y a estas alturas de mi vida vuelto a los bastones canadienses de antaño. ¿Que cómo puede ser eso? ¡es una exageración referirme de esa manera a mi discapacidad!, serán seguramente ideas que asaltan de pronto a cualquiera que leyera esto, pero es así, tal cual; son demasiadas las oportunidades que gracias a la discapacidad se me han presentado, OPORTUNIDADES mas no golpes de suerte, con que se suele confundir a estos términos a veces, oportunidades que supe aprovechar en la mayor de las veces, unas tantas airosas otras tantas desastrosas, pero que más allá de los resultados, me dejaron siempre la satisfacción de haberlo intentado y demostrarme y demostrar que fui, que soy y que seré capaz … de volver a enfrentar aquellas oportunidades que se me sigan presentando… ya no solo por mi sino también por los míos, mis hijos, mi esposa, mi familia, por los cercanos a mi, mis alumnos y en nombre de la “raza discapacitada” de este país, mucho de este extraño pensamiento, se lo debo a aquel, mi viejo colegio de primaria, y sobre todo mis padres; quien sino ellos, me dieron la fortaleza necesaria en los momentos más difíciles y también en los gratos, como en la escena con mi padre contada al inicio.
El hambre que traigo me devuelve a la realidad y Cristina, mi esposa me pide que me lave las manos para almorzar, son casi las 4:30 de la tarde y no se si es almuerzo o ya es casi una media cena. Recuerdo entonces los almuerzos en aquella antigua escuela, era (y aun lo es) una escuela especial para discapacitados (bendita escuela), estudiaba desde las 8 de la mañana hasta las 4 de la tarde; pasado el mediodía almorzábamos en el amplio comedor, no cabía la menor duda que se preocupaban mucho por nuestra alimentación (pero la verdad que en oportunidades no mucho por el sabor); por nuestra mesa desfilaban platos como coliflor sancochada en agua con mantequilla, sopa con el “delicioso” trigol, puré de espinaca (espinaca pura), y los infaltables rabanitos encurtidos en vinagre. Eran días de fiesta los días en que se hacían tallarines o alguna mazamorra de estación.
Me llevaba el primer bocado a la boca cuando mi hija Gabriela, la penúltima de once años, aparece en el comedor con su flauta en las manos, y se pone a tocar la última canción que le enseño su profesor de música en el colegio, y al oírla tocar añoro aún más los días de escuela, la orquestina, mi vieja flauta de madera (ahora son acrílicas), la vez en que emocionado le dije a la profesora que yo solito había aprendido a tocar El Cóndor pasa, a puro oído, y como premio me hizo tocar en la siguiente actuación del colegio, completamente solo, fue mi primera actuación unipersonal en la etapa escolar, tenía apenas nueve años y creo que esto marco mi vida para siempre; aprendí a no ser discapacitado en este lugar, digo “no ser discapacitado” pues todo esta en uno, en lo psicológico, a veces la discapacidad comienza siendo física y termina siendo mental, tengo tantas cosas que agradecerle a esa vieja institución, me enseñaron a enfrentar ese mundo hostil que se nos presenta a los discapacitados cuando salimos a la calle a buscar nuestro futuro, y decía que la experiencia de la música en aquel colegio me marco tanto que finalmente soy profesor de música, y curiosamente enseño también en el colegio donde estudia mi hija.
Recuerdo entonces las vivencias de mi adolescencia, cuando cambié (o me cambiaron del colegio) por cuestiones económicas, pues la vieja escuela era algo cara, y me trasladaron entonces a un colegio de varones en Breña, vivía en ese entonces en el populoso barrio de La Victoria, a una cuadra del coloso de Matute.
Con mi viejo salíamos las tardes de los fines de semana a pelotear en un parque al frente de la casa, entre los bloques de la vieja Unidad Vecinal. Dios debió orientar a mis padres criarme, sin exagerados cuidados pero con mucho amor.
De pronto el brusco tocar de la puerta, me vuelve nuevamente a la realidad, es precisamente mi viejo, que vive en el segundo piso de la casa (que por supuesto es de él), me pide que le preste un sencillo para comprarle un antojo a mi madre, “ella no puede vivir sin su Inca Kola diaria” me dice, Cristina me mira pícaramente y me dice “aprende, ojala seas así cuando lleguemos a viejos”, y yo le digo que se prepare para llevarme en silla de ruedas, pues con esto del síndrome de la post polio, nunca se sabe.
Le alcanzo el sencillo a “mi viejo” y el se despide contento, dándome un beso en la mejilla, como siempre, como lo viene haciendo hace casi 50 años (los que yo casi tengo), y en mi mente resuena la voz de Mercedes Sosa cantando “gracias a la vida… que me ha dado tanto…”, pero claro es el amor, ¡pero como no nos damos cuenta y reaccionamos! esa es la solución a nuestras problemas, a nuestras pequeñas o grandes discapacidades (que ojo, todos las tenemos), en un santiamén devoro la deliciosa comida, preparada con tanto amor por mi mujer, y no sé si repetir o decidirme de una vez por todas a iniciar mi dieta, tantas veces programada y tantas otras postergada.
Lejanos están los tiempos en que cuidaba el peso no por presunción sino por el deporte. Como comentaba, cuando pase a secundaria y tuve que dejar por cuestiones económicas la vieja escuela de mis amores, mis “viejos” me pasaron a una de chicos “normales” (así entre comillas), pero lo peor de todo no fue eso, sino que el colegio era solo de varones (las mil y un aventuras románticas que viví en la otra escuela); se pusieron a prueba mi tolerancia, mi paciencia, mi espíritu guerrero pero por sobre todo mi mundo interior. Yo me sentía preparado para enfrentar al mundo a mis cortos 11 o 12 años, pero nadie le dijo al mundo como estar preparado para recibir a un tipo como yo.
Aprendí a viajar en micro lleno (como sardina) y a veces en el estribo (en mis tiempos no habían asientos preferenciales en los buses), a tolerar las miradas impertinentes y de compasión de la gente y mil y un cosas más. En medio de esa maraña de sucesos diversos en torno a mi realidad de “cojito” surgió la oportunidad de hacer deporte a nivel de discapacitados, yo jugaba el fulbito en mi vieja escuela, y hasta llegué a tener un equipo (la Quinta Generación se llamaba), pero aquello era otra cosa, era la oportunidad de hacer deporte de manera competitiva con otros discapacitados, y como a mi me gustaba tanto la natación me metí a practicarla. Aprendí mil y un estilos, hasta que se dio la oportunidad de participar en un torneo metropolitano, para suerte la mía en todas las competencias quede tercero, pero de tres competidores.
Fue entonces que di el gran cambio, yo era más bien de contextura ancha y con cierta corpulencia (no gordura), alguien me sugirió que probara con los “fierros” (pesas), bendito consejo, un mundo nuevo se mostraba para mí, entonces tenía quince años. Compartía mis estudios secundarios con el gimnasio, al cabo de un tiempo, tuve la oportunidad de volver a participar en otros torneos metropolitanos y nacionales y esta vez la historia fue diferente, llegue a ser campeón en levantamiento de pesas dentro de mi categoría, la de los 56.5 kilos (pluma ligero), de ahí mi preocupación por el peso (hoy no quiero ni subir a la balanza).
Mi máximo logro deportivo fue el llegar a ser seleccionado para competir internacionalmente hasta en tres oportunidades, en dos de las cuales pude participar, y de las cuales guardo los más preciados recuerdos.
Finalmente caigo en la tentación de repetir el plato de comida, total al final serían almuerzo y cena juntos. Aunque tengo una competencia fuerte en casa, con la segunda de mis hijas, Johanna, una jovencita de 20 años (pero con un apetito voraz) que me llena de orgullo porque acaba de terminar su carrera de producción de televisión y radio de tres años y ya trabaja y administra su dinero, y la mayor de todos, Giselle, que no se queda atrás y a sus casi 22 años, estudia ya el tercer año en la Escuela Nacional Superior de Folclore “José María Arguedas”.
Tengo estas y muchas razones más por las cuales ser feliz, que están por encima de la discapacidad, que la tengo desde los 6 meses de edad, desde los brazos de mis padres, apenas moviéndome en la cuna, ello significó un dolor inmenso para ellos, lo sé, los entiendo, y es más, los admiro, por su fortaleza, por su constancia en mis tratamientos, sin sobreprotección, en la justa medida.
La vida no ha sido fácil, ni lo es aún (y de seguro nunca lo será), pero saben, más de una vez me he preguntado y me han preguntado también, alucinando y soñando un poco, si cambiaría mi vida por la de una vida “normal” (entre comillas otra vez), y respondo inmediatamente diciendo y diciéndome que no tengo motivos para cambiarla y es más, que es una vida como la de cualquier otra persona, con fracasos y triunfos, con bondades y maldades, con ángeles y demonios ni más ni menos, pero a la vez diferente, como son diferentes todas las historias. Alguien me dijo alguna vez (otro discapacitado)…”todos somos diferentes… pero algunos lo somos más”.
No creo equivocarme si digo que mi sentir expresa el sentir de un gran número de discapacitados, muchos de los que conozco piensan así, es cierto las sociedades van evolucionando, la nuestra está en el camino, pero aún nos falta mucho que recorrer en ese largo camino de la búsqueda de la inclusión, no es solo aplicar leyes o emitir resoluciones, se trata de crear las condiciones para que tod@s tengamos las mismas oportunidades; no se trata de tratos especiales, de excepciones en las leyes, de beneficios incondicionales. Siempre he sostenido que el mundo de los discapacitados resulta un microcosmos dentro de ese macrocosmos que es la sociedad peruana, con sus mismas características, con las mismas suciedades y limpiezas, con honestidades y corrupciones, con gente buena y de lo peor, y nos conocemos, y sabemos quienes somos.
Cierto día hace muchos años (pero muchísimos años) salíamos de una fiesta dos amigos y yo, todos discapacitados, era un domingo día de los muertos, uno de ellos nos pidió que los acompañáramos a “ver “ a su viejita ya fallecida hace años al cementerio El Ángel, accedimos y enrumbamos para allá; al ingresar vimos a un discapacitado sentado en el piso, con su soportes ortopédicos expuestos sobre su pantalón (intencionalmente) pidiendo limosna, y mi amigo, el de la madre fallecida, le reprochó su actitud de mostrarse y dar lástima de esa manera (era tan discapacitado como nosotros), el sujeto lejos de avergonzarse, se enfrentó a nosotros, nos recordó a nuestra generación completa y tuvimos que proseguir con la visita con una mezcla de cólera e indignación por la actitud de éste “colega” desadaptado quien sabe por que vicisitudes.
Al finalizar el día y ya entrada la noche regreso de mis pensamientos y me dispongo a descansar luego de ese duro día de trabajo, guardo mis recuerdos en el desván de mi alma, luego de desempolvarlos, les doy un último vistazo y prometo conservarlos aun por mucho tiempo más.
Al final son solo unas cuantas páginas de una historia real y tangible, por ahí en un fólder viejo aún quedan recortes, fotos, memorias, celosamente guardados, mudos testimonios de una vida que aún espera vivir más.

MUSICA DE VILLA EL SALVADOR